miércoles, 21 de abril de 2010

Los periodistas no somos el ombligo del mundo

La irrupción de las nuevas tecnologías y la revolución que su aplicación al mundo de la comunicación ha supuesto han abierto un debate en el mundo del periodismo que ha ocupado, y todavía lo hace, buena parte de los esfuerzos y el tiempo de los profesionales del sector. Sin embargo, y pese a que este nuevo panorama que se nos abre está cambiando la profesión desde sus cimientos, dicho debate se ha centrado casi siempre en aspectos más de forma que de fondo, más del continente que del contenido. Es decir, la revolución tecnológica afecta, fundamentalmente, a los soportes; ahora, además de la Prensa, la radio y la televisión, podemos estar informados también a través del ordenador o del móvil.

También se ha abordado cómo la llegada de estos nuevos soportes, con lo que conllevan de inmediatez, debe cambiar la forma de escribir o de contar una noticia; asimismo, han aparecido nuevos elementos, como el periodismo ciudadano, los blogs o las redes sociales, que suponen también un giro en el papel del profesional de la comunicación, por cuanto ya no tiene todo el protagonismo y su papel se diluye.

Pero, con todo, aún queda pendiente un debate mucho más importante y de más calado quizás, que afecta directamente al espíritu de la profesión, a su esencia, y que no es otro que saber quiénes somos, qué espera la sociedad de nosotros, cuál es nuestra función en el nuevo orden y, en definitiva, qué significa, hoy en día, ser periodista y hacia dónde vamos.

Y para ello, lo primero que hace falta es humildad, algo que, desde luego, brilla por su ausencia en buena parte de nuestra profesión –al igual que en muchas otras, todo hay que decirlo-. Humildad para hacer autocrítica; humildad para entender que no somos intocables ni infalibles; humildad para huir del mesianismo; humildad para evitar el corporativismo absurdo; humildad para aceptar que nos equivocamos y para pedir perdón sin necesidad de sentencias judiciales; humildad para reconocer que sólo somos meras correas de trasmisión entre la información y la gente; humildad, en definitiva, para darnos cuenta de que somos una profesión como otra cualquiera y que no nos ha señalado Dios con el dedo para realizar una misión. Y es que, los periodistas no somos el ombligo del mundo.

Olvidamos con demasiada frecuencia que no somos garantes de nada. Que no somos opinadores ni formadores; que nuestra misión es mostrar la realidad, no darle forma a nuestro antojo para enseñarla conforme a determinados intereses, por muy honorables que éstos sean. Investigar, sí, por supuesto, pero no manipular. Desgraciadamente, en demasiadas ocasiones primero se eligen las conclusiones y después se busca que la realidad se adapte a ella. Aquel dicho de no dejemos que la verdad nos estropee un buen titular es el pan nuestro de cada día. ¿Cuántas tropelías no se habrán cometido en nombre de la libertad de expresión?, ¿cuántos supuestos profesionales no son, en realidad, unos terroristas de la palabra? ¿Vale todo?, ¿se puede insultar a alguien por no estar de acuerdo con él, por no compartir sus ideas o su concepción del mundo? No, no vale todo. No es lo mismo discrepar que descalificar, criticar que ofender, denunciar que herir.

El papel del periodista es fundamental, de vital importancia para el buen funcionamiento de la sociedad. Por eso mismo, debemos tratar de no ensuciarlo y de no dejar que determinados elementos lo enturbien cada día con insultos y soflamas apocalípticas. No debemos olvidar que esos Mesías de la verdad también responden a intereses personales.

Si queremos recuperar una parte de la autoestima perdida, empecemos por nosotros mismos, por hacer autocrítica y por asumir con rigor y la máxima entrega nuestra tarea, que no es otra que informar. Nada más y nada menos.

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